‘Euphoria’ en tiempos del COVID-19: menos pirotecnia, más tiempo para reflexionar

Los dos episodios especiales dedicados a las protagonistas muestran la confianza en sí misma de la serie.
Hunter Schafer y Zendaya en 'Euphoria'
Hunter Schafer y Zendaya en 'Euphoria'
Hunter Schafer y Zendaya en 'Euphoria'

[ESTE ARTÍCULO CONTIENE SPOILERS DE TODOS LOS CAPÍTULOS EMITIDOS DE 'EUPHORIA']

En el verano de 2019 se estrenaron dos ficciones que, cada una a su modo, refrendaban lo muchísimo que las vivencias juveniles tenían que aportar al audiovisual. Sobreponiéndose a un trasvase generacional enormemente complejo, dichas ficciones eran impulsadas por dos personas que compartían edad (34 años) y por lo tanto distancia: asomarse a los avatares de la chavalería Z, que ya había nacido con Internet, que de forma contemporánea buscaba cómo definirse, suponía un desafío que tanto Olivia Wilde como Sam Levinson afrontaron con valentía. Súper empollonas y Euphoria, así las cosas, proyectaban un vistazo a la adolescencia desde una madurez autorreflexiva, siendo inaceptable en ella el paternalismo.

Esta alergia a la condescendencia era común tanto en la película como en la serie que estrenaba en HBO su primera temporada, pero prácticamente ahí acababan las similitudes. Tanto Súper empollonas como Euphoria son fabulaciones, ensayos extremadamente bien pensados donde la pretensión de realismo dista de ser un requisito, porque la jugada tiene otras prioridades. Su narrativa, su puesta en escena, obedece a describir un sentimiento, pero no a reflejar de forma figurativa las circunstancias en las que este se desarrolla (para eso ya está la magistral Eighth Grade, que Bo Burnham estrenara un año antes). Súper empollonas es una construcción cautivadoramente idealizada, rebosante de seguridad en el futuro y en quienes lo definirán. Euphoria… es otra cosa.

Kaitlyn Dever en una escena de 'Súper empollonas'
Kaitlyn Dever en una escena de 'Súper empollonas'

La serie de Sam Levinson nunca ha negado su carácter de construcción, aprovechando esta patente de corso para dar pie a una propuesta hiperestimulante, capaz de desafiar a cada segundo aquellos consensos que arremeten contra el empobrecimiento estético de lo televisivo. Y, sin embargo, dentro de esta sofisticación formal, tampoco ha rechazado ser el reverso turbio, equívoco, de Súper empollonas. Kaitlyn Dever nadando en la piscina, frente a Zendaya amenazando a su madre con un trozo de vidrio. Euphoria es más introspectiva, tiene los pies más dolorosamente en la tierra, que el film de Wilde. Y ha terminado de demostrarlo en sus dos capítulos navideños.

La resaca tras la juerga

Una escena de mediados de la primera temporada, con Maddie (Alexa Demie) viendo Casino y sintiéndose identificada con el personaje de Sharon Stone, motivó los primeros comentarios confirmando lo mucho que el estilo de Sam Levinson le debía a Martin Scorsese. No era exactamente una sorpresa, pues en su momento Nación salvaje (2018), anterior esfuerzo como director, ya daba cuenta de unos manierismos de raigambre puramente setentera, donde podíamos identificar también a Brian De Palma, o incluso a Robert Altman y su visión de escenarios corales al borde del colapso.

Este 5 de febrero Levinson estrena Malcolm & Marie, y tanto el póster como lo visto en su tráiler nos remiten presumiblemente al cine de John Cassavetes. Hijo de un director de la talla de Barry Levinson (que estrenó un clásico como El secreto de la pirámide justo el año en que nació, 1984), Sam nunca ha ocultado su cinefilia, pero tampoco ha dejado que esta le devore. Malcolm & Marie, como los dos recientes especiales de Euphoria (por títulos Las rayadas no son eternas y Los perfectos a m*marla), nacen de las excepcionales circunstancias de la pandemia, y en el caso de la aclamada serie de HBO ha servido para subrayar ciertos elementos que quizá pasaran desapercibidos en la temporada inicial.

Las luces de neón podían llegar a eclipsar el profundo dolor que latía en Euphoria, y que cimentaba una serie de tramas caracterizadas por la desorientación de sus personajes. Una desorientación que contrastaba con la pulsión vital, el descaro, que encontraba en la impronta hipercinética de Levinson un aliado excepcional, y confluía en una de las visiones más contundentes sobre el angst adolescente de las que se tiene memoria. Nate (Jacob Elordi) maltrataría a la gente de su alrededor con impunidad. Maddie se empeñaría en seguir con él pese a todo. Kat (Barbie Ferreira) tomaría un cuestionable control de su sexualidad encaminándose al derrumbe psicológico. Y Euphoria les daría espacio para todo eso. Para equivocarse. Para hacerse daño.

Lo mismo podía decirse de la pareja protagonista, Rue y Jules. Zendaya y Hunter Schafer. A lo largo de la primera temporada se acercaron, se alejaron, cometieron errores, y lo hicieron envueltas en una tormenta de recursos e ideas visuales que, lejos de causar distracción, inyectaban intensidad a cada giro. Euphoria siempre siguió una lógica más emocional que narrativa, y es algo que conviene no olvidar a la hora de abordar los dos últimos episodios, que proponen un entramado bastante difuso a efectos cronológicos. ¿En qué momento aceptó Rue mudarse con Jules? ¿Qué ocurrió tras el cliffhanger musical de la primera temporada? ¿Qué ocurre exactamente en la víspera de Navidad, y en Navidad?

Nada de esto tiene mayor importancia. Lo que importa es que, por un lado, Rue se ha reunido con su padrino Ali (Colman Domingo) en una cafetería al caer la noche. Y, por otro, que Jules ha empezado a ir a terapia. Durante su charla con Ali, Rue se permite divagar sobre el sentido de la existencia, y sobre cómo su adicción ha evitado muchas veces que se haga esa pregunta. Durante su sesión, Jules afirma estarse replanteando su concepto de la feminidad, al tiempo que se sincera sobre la angustia que le causaba estar con Rue (sin poder evitar recordar a su madre drogadicta) y hace una dolorosa revelación: sigue enamorada de Tyler. Un hombre que no existe, y lo sabe.

Los episodios botella no solo sirven para aligerar costes o, como en el caso de Euphoria, para poder rodar algo sin excesivas complicaciones en medio de una pandemia. Si se hacen bien, si tienen sentido, pueden servir de recapitulación y respiro para sus personajes. Pueden darles vía libre para explayarse durante horas, y permitir a la audiencia conocer una faceta que desconocían, o leer sus acciones desde otra luz. Esto es algo que, en una serie normalmente espídica como Euphoria, ha sido de agradecer, pero también la ha conducido a terrenos creativos inéditos.

Zendaya en 'Las rayadas no son eternas'
Zendaya en 'Las rayadas no son eternas'

Creer en la poesía

Durante los primeros capítulos de Euphoria pocos podían imaginar que la serie de HBO acabara enmarcándose en cierto grupo de ficciones que han ido surgiendo en los últimos años, y que se acercan al existencialismo desde una perspectiva tan fresca como documentada. BoJack Horseman, o su prima-hermana  Undone, han dado la réplica animada a series como Fleabag, viniendo todas ellas encabezadas por personajes tóxicos heredados de la edad de oro de las series (aquella en la que cada ficción venía protagonizada por un Tony Soprano) que en un momento dado tratan de reevaluar su lugar en el mundo y preguntarse, con un honesto impulso de cambiar, por qué hacen tanto daño a la gente de su alrededor.

Algunas semanas después de que el primer episodio especial de Euphoria estuviera disponible en HBO, Disney+ estrenaba Soul, la nueva propuesta de Pixar. Película que se amparaba en moldes similares a los mencionados con el matiz (y quizá hándicap, según a quién le preguntes) de querer convertir la historia de su personaje en una experiencia extrapolable a la totalidad de la raza humana. Pero, más allá de este esfuerzo, las conclusiones eran las mismas. Y podían resumirse en aquello que defiende Ali a lo largo de Las rayadas no son eternas: hay que creer en la poesía. Como respuesta a la depresión, a la adicción, a la soledad, hemos de creer.

Euphoria perseguía esa tesis a través de un episodio atípico, donde la cámara apenas se movía ni salía de aquella cafetería donde Rue y Ali formaban un cuadro de Edward Hopper viviente. La serie volvía a encomendarse al colosal músculo interpretativo de Zendaya, pero también se amparaba en un texto lúcido, de ritmo espectacular, que hace presagiar grandes cosas de cara a la minimalista sinopsis de Malcolm & Marie. Era posible que alguien se sintiera decepcionado ante esta pérdida de dinamismo, pero se trataba de la misma serie. Las angustias que antes habían sido visualizadas con un plano secuencia imposible, ahora eran diseccionadas con total serenidad.

Acaso consciente de cómo Euphoria se emparentaría con el grupo de ficciones descrito y, por tanto, podía llegar a dejar de ser tan única, Levinson se preocupó por estudiar y sacar adelante una propuesta formal que llevara la cercanía, lo mundano, a las últimas consecuencias. Que Las rayadas no son eternas concluyera con un larguísimo plano fijo de Zendaya en el coche, volviendo a casa con Ali y la música sonando, constataba que no había nada que Levinson dejara al azar. Que ni siquiera el coronavirus había logrado que las imágenes de Euphoria perdieran pregnancia.

Colman Domingo en 'Las rayadas no son eternas'
Colman Domingo en 'Las rayadas no son eternas'

El caso de Los perfectos a m*marla es algo distinto, claro. Acaso porque Levinson no confíe tanto en el rango interpretativo de Hunter Schafer (nunca había actuado previamente a la serie), acaso porque Jules siempre ha sido un personaje enigmático que convenía poner en perspectiva, el segundo especial se encuentra más en tierra de nadie. Sigue imperando el diálogo, pero el chillón abigarramiento del estilo Levinson se cuela a través de flashbacks o arrebatos oníricos y, en ocasiones, echa a perder la intimidad que se teje entre Jules y la doctora que interpreta Lauren Weedman. No parece una propuesta tan pensada como la del anterior episodio pero, a efectos dramáticos, es más reveladora.

Nunca, a fin de cuentas, habíamos podido acercarnos a Jules sin la mediación de la protagonista de la serie. Nunca se le había dado una oportunidad tan amplia para que se expresara. Así como tampoco se habían dado antes muchas coyunturas dentro del mainstream donde una chica trans pudiera hablar abiertamente sobre sus conflictos con los cánones de feminidad (el guion del capítulo está coescrito por la propia Schafer). Todo lo cual hace de Los perfectos a m*marla, igualmente, un capítulo muy valioso, que asienta las bases para una segunda temporada, quizá, muy distinta a la primera.

Hunter Schafer en 'Los perfectos a m*marla'
Hunter Schafer en 'Los perfectos a m*marla'

En efecto los capítulos especiales de Euphoria, en tanto a embotellados, han servido como recapitulación de todo lo ocurrido entre las protagonistas. También, inundados por un espíritu navideño que nunca hay que subestimar, las ha permitido desahogarse, pasar revista de todos sus problemas y acoger la determinación para superar los nuevos. Lo consigan o no, no cabe la menor duda de que nos encantará escuchar qué opiniones tienen sobre ello.

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