Los urbanitas vivimos en una contradicción permanente. Denostamos las ciudades que habitamos denunciando sus elevados índices de polución, inseguridad, congestión, precariedad o degradación de sus gentes y sus espacios, pero no concebimos vivir fuera de ellas.
Esta paradoja se verifica especialmente en las grandes metrópolis. A pesar de que muchos de sus habitantes cuentan con los medios tecnológicos que les permitirían seguir plenamente conectados a sus centros de actividad al tiempo que disfrutar de una plácida existencia en el campo, los ciudadanos de Nueva York, Tokio o Londres están dispuestos a pagar los precios más caros del planeta y a sufrir constantes niveles de contaminación y estrés con tal de seguir viviendo en sus ciudades.
A distinta escala esta relación de amor-odio se reproduce a lo largo y ancho de la tierra. La explicación a esta contradicción, en apariencia incongruente, es bien sencilla: al concentrar en un mismo lugar y tiempo, espacios, mercancías, conocimiento y personas, la ciudad se ha convertido en la gran generadora de oportunidades y la mayor fuente de estímulos.
La ciudad siempre estuvo y estará maldita -la Biblia atribuye su invención a Caín- y continuará siendo un objetivo para la queja y la crítica, sin embargo, la mayoría de nosotros seguiremos viviendo en ellas porque nos inspira su diversidad, nos nutre su vitalidad, nos reconforta la interacción y nos enriquece la información que, como en ningún otro lugar, circula por ellas.
En síntesis, el gran eslogan de la movida madrileña: "Madrid me mata" podría ser aplicado a cualquier urbe del planeta.
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