El petirrojo se quedó a nuestro lado, posado en una rama muy baja, casi a ras del suelo, más cerca de lo que nunca antes habíamos tenido a un pájaro salvaje. Él nos miraba curioso. Nosotros lo mirábamos fascinados, enmudecidos, conteniendo la respiración por miedo a espantarlo. Poco a poco se detuvieron otros caminantes. Alguno trató incluso de hacerle una foto con el móvil. ¿Para qué? No había nada que contar. Solo disfrutar del momento. ¡Pero qué momento! Cuando salí de la ensoñación recordé dónde estaba. Con mis amigos, en el sendero natural más visitado de España, en La Pedriza. Un gentío impresionante subía y bajaba en busca de lo mismo que nosotros, tranquilidad, paisaje, aire puro y alguna avecilla confiada. Todos nos sentíamos gozosamente solos.

Apenas media hora de autobús nos había trasladado de la jungla de cristal y cemento de la gran ciudad a un escenario grandioso, inimaginable: el Parque Nacional de Guadarrama. "Pinos, encinas, peñas: duro corazón de granito". Así lo describió magistral el poeta Pepe Hierro, quien como tantos otros escritores, artistas y pensadores de todos los tiempos también cayó bajo sus hechizos. Francisco Giner de los Ríos inventó la educación ambiental llevando a sus alumnos a estos peñascos donde daba clases sobre naturaleza, lo que hoy llamaríamos interpretación del paisaje. Unamuno, andarín como buen vasco, criticaba que los madrileños ignorasen "que hay pocas capitales que tengan alrededores más hermosos". Pero eso era antes. Ahora lo conocen y patean hasta en sus rincones más inaccesibles, como compruebo esta mañana de otoño luminoso y petirrojos confiados.

El Parque Nacional de Guadarrama recibió 2,4 millones de visitas el año pasado. Es el segundo más admirado después del Teide, en la isla de Tenerife, que de momento le dobla en popularidad. Conocer espacios naturales se ha convertido en una tendencia cada día más valorada. La afluencia a los Parques Nacionales españoles se ha incrementado un 77% en los últimos 20 años hasta superar los 15 millones de visitantes.

La declaración del Parque Nacional de la Sierra de Guadarrama en junio de 2013 ha supuesto también un revulsivo económico para la zona. Tener tan cerca Madrid en unos tiempos en los que los urbanitas cada vez valoramos más la naturaleza les reporta a los locales unos ingresos económicos adicionales superiores a los 50 millones de euros al año. Pero viendo el ir y venir de gente por estos "barrancos hondos y cumbres agrias", que cantara Antonio Machado, habría que hacerse la reflexión contraria. ¿Cuánto gana la ciudad con tener un parque nacional a las afueras de su locura cotidiana? Como mínimo mucha salud. Aquí uno se cura gratis del trastorno por déficit de naturaleza: falta de concentración, ansiedad, estrés, irritabilidad, enfermedades respiratorias, obesidad. Todos estos males se agravan en los entornos urbanos y se reducen cargando pilas en el campo. Sin más botica que el placer de comerte un bocadillo tirado sobre la hierba, donde el silencio palpita sobre las altas rocas y el arroyo de plata embelesa la sombra, que diría Leopoldo Panero. Por encima los buitres empujan a las nubes, las cabras montesas (y los montañeros) saltan en los berrocales, las águilas imperiales buscan presa y hasta es posible que alguno de los escasos lobos recién llegados esté oteando el horizonte, atónito ante tanto dominguero entusiasmado.

Qué contento estaría don Giner de los Ríos. Hace años era impensable salir de pateo un sábado por la mañana con los niños, los amigos e incluso el perro. Ahora somos muchos y además estamos bien educados. Nuestro paso se nota en los senderos trillados por miles de botas diarias que llegan a abrir surcos en algunos pasos difíciles, pero, en contra de lo esperado, el entorno está impoluto. No hay papeleras ni tampoco papeles, bolsas, plásticos ni siquiera pañuelitos de papel limpiaculos urgentes. Hasta en esto es único Guadarrama.