Fue la última visión del verano, justo antes de estos días tormentosos de septiembre. Un niño aprende a tirarse de cabeza en la piscina. Tendrá unos siete años. Lo llaman Álex. A lo largo del verano no ha querido intentarlo. Miraba a los mayores, pero no se atrevía. No estaba exactamente asustado —recuerdo esa sensación—, sino incómodo, porque nuestro cerebro animal quiere sentirse erguido, en tierra y estable. Tirarse de cabeza le contraría, aunque son esas dificultades deseables las que nos estimulan a aprender.
Solo en los últimos días se decide a intentarlo siguiendo instrucciones de su hermana. Se acerca al bordillo, deja que sus brazos cuelguen y se lanza. Los pies y las manos entran al mismo tiempo en el agua, como lo haría una gamba. Pero sale y se vuelve a tirar, una y otra vez, un día tras otro. No desiste, nada le desanima.
Cuando frisan las lluvias, ha entrado en fase de planchazos. Se golpea la tripa, una y otra vez. Enrojece. Pero no desiste y me hace pensar lo prodigioso que es aprender cuando eres niño. No dudas de que lo vayas a conseguir —recuerdo esa sensación—, solo subes las escalerillas una y otra vez, convencida de que la próxima ya te va a salir. Si de adultos conserváramos esa felicidad de aprender sin cuestionarnos a nosotros mismos; esa seguridad —absolutamente real— de que adquirir cualquier habilidad es cuestión de perseverar. Si nos tiráramos de cabeza sabiendo que aprender significa crecer… Nos ocurriría como a Álex. Justo al tronar el cielo, saltó —cabeza y brazos por delante—, se inclinó en el aire y entró con levedad. Emergió sin rojeces en el vientre y preguntó, ufano, cómo lo había hecho. Cuando se lo dijeron, pensó que ya tenía una historia que contar en el cole.
Comentarios
Hemos bloqueado los comentarios de este contenido. Sólo se mostrarán los mensajes moderados hasta ahora, pero no se podrán redactar nuevos comentarios.
Consulta los casos en los que 20minutos.es restringirá la posibilidad de dejar comentarios