MÀXIM HUERTA. PERIODISTA Y ESCRITOR
OPINIÓN

Mi perra no tiene raza

Doña Leo
Doña Leo
M.H.
Doña Leo

Yo quisiera decir simplemente esta mañana que me gusta mi perra. Mi perra doña Leo. Le puse el 'doña' porque creían que era macho y andábamos todo el rato diciendo: es una perra, es-u-na-pe-rra. Resultado: doña.

Me mira mientras escribo esta columna que le dedico a ella y a todos los perros como ella. Los sin raza. Esos que no tienen pedigrí ni cinturas entalladas por los ADN purísimos y de grandes linajes venidos de familias con ralea y casta de delicadísima categoría y elegantísima clase. Lo que en el DNI del veterinario se dice un "mestizo". O un mil leches. A esos.

La mía, mi perra, es la más guapa. Porque nuestro perro siempre lo es. El que más nos quiere. El que más nos mima. El que más nos mira. Y así debe ser. Porque en ese piropo constante a nuestros perros (o gatos) está el cariño. No soy de los que dicen que soy mejor persona por esto: por tener perro. No, hay grandes cabrones con animal de compañía y lo pasean tan campantes. Bobadas ñoñas.

Pero sí soy de los que se cabrean cada vez que a uno le preguntan: "Y ¿de qué raza es?". Como si no serlo —de raza— fuera salirse de la norma de la razón. Como si no tener raza fuera el desdén a la finura. El desprecio. El arcén de las avenidas. Qué indiferencia, por Dios. Así que cada vez que alguien me explica cuánto le ha costado su perro, del criadero que viene y la alcurnia que tiene su peludo de abolengo, pienso en mi chucho.

Doña Leo, ahí presente mientras escribo, en el sillón de siempre, tiene ascendencia callejera, fue encontrada en la calle y lo que más le gusta es la ídem. Pero digo más. Cuando alguien me cuenta las virtudes de su raza —qué palabra— pienso en una perra de orejas lacias pariendo constantemente en el criadero para calmar caprichos selectos. Qué feo. Mi perra va dando besos, se sube sin permiso a los bancos de la playa y corre en busca de palomas para asustarlas. También roba galletas y bebe en los charcos.

Doña Leo se levanta con los pelos revueltos, se hace siestas en mitad del salón y agradece cualquier muestra de cariño. Ignoro las virtudes de los perros callejeros. Porque, sobre todo, esta no es una crítica a los perros de raza. Es simplemente un aplauso a los que deciden tener compañía y se van a la perrera a salvar uno del abandono, a los que optan por un chuchillo de pelo duro, a los que sacan de paseo al que nadie quiso, al que olvidaron en una gasolinera justo antes de vacaciones, o al que perdieron casualmente en el bosque.

Esta columna es un abrazo a todos esos que andáis orgullosos con vuestro perro callejero que es mezcla de vida y de otras andanzas. Perros que sobraron de las camadas, perros que dejaron perder y perros que dormían escondidos de los canallas. Benditos perros (y gatos).

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