ÓSCAR ESQUIVIAS. ESCRITOR
OPINIÓN

Perlas ensangrentadas

Óscar Esquivias.
Óscar Esquivias.
JORGE PARÍS
Óscar Esquivias.

Perlas ensangrentadas es el título de una canción compuesta por Carlos Berlanga y Nacho Canut que, en los años 80, popularizaron Alaska y Dinarama. La letra cuenta una historia criminal: una artista, interrogada por la policía en su camerino, dice misteriosamente que debería hablarles de "perlas ensangrentadas / flores pisoteadas" para explicar el asesinato de alguien llamado René. Esa misma noche, la matan a tiros.

El poeta Eduardo Fraile utiliza el mismo título para su último poemario. Aparentemente, poco tienen que ver sus versos con la canción y, si no citara su estribillo en las primeras páginas, yo habría supuesto que era una simple coincidencia. Este es, desde luego, un libro lleno de belleza (de perlas), pero nada sangriento ni relacionado con el mundo estético de la movida madrileña, más bien todo lo contrario.

Las heridas de Eduardo Fraile, como las de Miguel Hernández, son tres: el amor, la muerte y la vida. En su caso, parecen cicatrizadas y no se evocan desde el dolor o el reproche sino, por el contrario, desde la gratitud: el tiempo hiere, pero es también sanador y nos permite ser conscientes de que, en su día, fuimos inmensamente felices. Éramos amados y nosotros mismos estábamos enamorados sin siquiera saberlo porque éramos demasiado niños o inconscientes como para plantearnos tales cosas. El recuerdo del pasado (y de lo irremediablemente perdido, como los veranos dorados de la infancia), los amores imposibles de la juventud o la memoria de los difuntos (especialmente la madre) llegan hasta el presente como torrentes de luz y felicidad.

Yo acabo de terminar la lectura de Perlas ensangrentadas y me siento ahora transformado, con la cabeza llena de versos y el corazón palpitante, como si tuviera esas "heridas de luz" de las que hablaba Lorca. Me ha emocionado el poeta que va en avanzadilla, despegado de las tres partes que estructuran el libro, titulado Léeme, Madre (con mayúscula). Es, a la vez, una invocación y una dedicatoria: "Léeme, Madre, léeme / las páginas primeras de mi vida, / enséñame / la forma de las letras, su dibujo / y su alma, dime cómo se hace cada una, / cómo / suena su voz dicha por ti [...]". Tampoco puedo olvidar al abuelo Bernardino, que, recién viudo, se sumió en la tristeza y su mente se nubló: iba por la casa buscando a su mujer, alcoba por alcoba, mirando debajo de las camas, yendo a la cuadra, y la reclamaba con palabras de joven enamorado (él, que ya era un viejo), asombrando a su pequeño nieto, que conoció así por boca de su abuelo demente alguno de los secretos (y de los efectos) del amor.

El poemario es una crónica íntima, confesional, declaradamente proustiana, pero también el retrato de toda una sociedad: la de la España rural y provinciana del tardofranquismo y la Transición, cuando todavía se trillaba con mulas, las ciudades tenían las fábricas en sus calles y en la televisión en blanco y negro aparecía Jana Escribano (su voz, en un bellísimo poema, va a ser la mano de nieve que pulsa las cuerdas de la memoria). Como Jorge Guillén con sus zapatos o su beato sillón, Eduardo Fraile también canta a los objetos más humildes, como una mesa de formica de la cocina. Su mirada se detiene en la vida cotidiana y la evoca con infinito amor.

Todo lo que escribe Eduardo Fraile está tocado por la gracia. Él, que es un poeta visual y vanguardista de primer orden, tiene aquí un aire clásico, reposado, casi renacentista. Es nuestro Garcilaso, un Fray Luis. Francisco Pino (vallisoletano como él, también poeta y editor de sus propios versos) seguro que habría apreciado la edición de Tansonville, porque tiene la forma de las viejas cartas de amor: unos pliegos sin encuadernar, atados delicadamente por un bramante. Deshacer ese nudo es tanto como abrir un corazón: el del poeta y, también, el de cada lector.

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